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Armas químicas de EE.UU. siguen afectando a víctimas en Vietnam

Desde que terminó la guerra, al menos 150.000 niños han nacido con deformaciones.

Miles de vietnamitas siguen sufriendo enfermedades y discapacidades ligadas al Agente Naranja.

Casi cuatro décadas después del final de la guerra, miles de vietnamitas siguen sufriendo enfermedades y discapacidades ligadas al Agente Naranja, el tóxico defoliante rociado por las tropas estadounidenses.
Tran Duc Nghia, un vietnamita de 34 años residente en la ciudad costera de Danang, yace en su cama, inmóvil, con la mirada perdida, hasta que su madre le incorpora y lo coloca en una desvencijada silla con un orinal acoplado.
Hasta los 10 años de edad fue un niño normal, buen estudiante, muy activo, pero comenzó a hablar cada vez más despacio, sus movimientos se volvían cada vez más torpes, los músculos se atrofiaron y los huesos se deformaron.
Dos años más tarde, apenas podía moverse de una silla y hoy es incapaz de hablar o de mover sus miembros, finos como el alambre, y pasa los días postrado en una cama, comunicándose con su madre con gemidos y bufidos que ella ha aprendido a interpretar.
Nghia es uno de los 3 millones de vietnamitas afectados desde 1975 por la dioxina, el letal veneno oculto en los 70 millones de litros de Agente Naranja rociados por las tropas de EEUU, según datos de la Cruz Roja local.
Desde que terminó la guerra, al menos 150.000 niños han nacido con deformaciones y limitaciones físicas ligadas a esta sustancia, considerada el veneno más letal creado por el hombre y capaz de incrustarse en el código genético durante varias generaciones.
Aunque el Gobierno estadounidense nunca ha reconocido explícitamente los efectos perversos del defoliante sobre la salud de los vietnamitas "por falta de pruebas definitivas", los veteranos americanos afectados por enfermedades como la leucemia, varios tipos de linfoma, el parkinson y varias clases de diabetes sí reciben compensaciones económicas.
Las víctimas vietnamitas en cambio fueron olvidadas durante años y en el mejor de los casos reciben una pensión por invalidez del Gobierno de Hanoi y la ayuda de las asociaciones de víctimas.
"De las 5.000 familias que tenemos contabilizadas en Danang, podemos ayudar a unas 500 con una pensión de unos diez o veinte dólares al mes. El Gobierno da un máximo de 100 dólares, según el caso", explica Phan Thanh Tien, vicepresidente de la Asociación de Víctimas del Agente Naranja de Danang, una de las zonas más afectadas.
Gracias a las donaciones venidas de todo el mundo, esta organización no gubernamental ha puesto en marcha dos centros en los que pasa el día un centenar niños con diversas discapacidades ligadas a la dioxina.
Los pequeños cosen, hacen manualidades, aprenden a cuidar de un huerto aledaño y los más avanzados realizan ejercicios de lectura y escritura. "Por desgracia sólo podemos atender a los niños con discapacidades más leves.
Tenemos en proyecto otro para víctimas con parálisis más severas, pero necesitamos fondos",dice Tien.
De momento, las víctimas como Nghia, postradas en cama, tienen suerte si se quedan con sus familias, ya que muchas son abandonadas en orfanatos al poco tiempo de nacer por padres que se ven incapaces de asumir la carga. La madre de Nghia, Hoang Thi The, de 75 años, lleva veinte ocupándose en exclusiva de sus dos hijos afectados.
Su otra hija, Tran Thi Ti Na, de 31 años, tardó más en desarrollar la enfermedad y todavía habla y camina con ayuda de un andador, pero a menudo sufre violentos ataques de pánico al pensar que su destino es el mismo que el de su hermano mayor.
"Los llevamos a los mejores hospitales de Hanoi para ver si les podían curar, pero nos dijeron que era imposible eliminar la dioxina del cuerpo", comenta resignada la progenitora.
Su esposo, un veterano del Ejército norvietnamita cuya salud también quedó deteriorada tras el conflicto, falleció hace diez años, con lo que Nghia se quedó se sola al cuidado de sus vástagos.
Asegura llevar veinte años sin dormir más de dos horas seguidas, ya que sus hijos suelen despertarse angustiados en medio de la noche. Al menos ya no tiene que soportar la inquina de sus vecinos, que antes de conocer el origen de la enfermedad de sus hijos lo atribuían al "mal karma" y la trataban como a una apestada.
Dice no guardar rencor a nadie y a sus 75 años no tiene otro propósito que cuidar de sus hijos y asegurarse de que alguien lo haga cuando ella ya no pueda. "En unos años mi salud empeorará y sé que no me queda demasiado tiempo por vivir. Antes de morir, quiero asegurarme de que alguien cuidará de mis hijos", afirma.
EFE

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