En el país árabe proliferan las agencias que ofrecen jóvenes inmigrantes como empleadas del hogar, pero que en realidad se convierten en mercancía para sus nuevos ‘dueños’. Doce horas al día, siete días a la semana
BEIRUT.- Nacen en plena miseria en países como Nepal, Filipinas, India o Pakistán. Jóvenes e incluso niñas que en su desesperación, deciden viajar a Líbano con la esperanza de poder regalar a sus familiares un poquito de dignidad. Trabajan de sol a sol sirviendo a familias libanesas. Realizan las tareas propias del hogar más todo aquello que dispongan sus nuevos dueños. En muchos casos, son maltratadas física y psicológicamente. Algunas de ellas sufren abusos sexuales por parte de los señores de la casa.
Pocas consiguen escapar de su infierno y las que huyen suelen acabar en la cárcel o escondiéndose como si hubieran cometido algún delito. Las que no pueden soportarlo más, deciden terminar con sus vidas. Esta es la situación en la que se encuentran las empleadas del hogar inmigrantes en Líbano. Sin una ley que las proteja, desamparadas y abandonadas a su suerte.
Pocas consiguen escapar de su infierno y las que huyen suelen acabar en la cárcel o escondiéndose como si hubieran cometido algún delito. Las que no pueden soportarlo más, deciden terminar con sus vidas. Esta es la situación en la que se encuentran las empleadas del hogar inmigrantes en Líbano. Sin una ley que las proteja, desamparadas y abandonadas a su suerte.
Daura es uno de los barrios periféricos de Beirut. Es un lugar ruidoso y con mucha vida. En este barrio hay dos empresas conocidas que ejercen el tráfico de personas. Aunque no es el único, hay muchas compañías dedicadas al negocio de lasdomestic workers repartidas por todo el país. En ellas se pueden contratar a empleadas del hogar que provienen de países del sureste asiático o del continente africano.
Al entrar por la puerta se puede apreciar una oficina de lo más normal. Con su aire acondicionado, su escritorio y un par de sofás para los clientes que esperan su turno. Un hombre y una mujer sonrientes atienden a los que se interesan en contratar a una de las chicas. El varón es el encargado de sacar un catálogo con tres mujeres kenianas."Obedientes", según dice. Son tres folios con sus fotos, peso, la estatura y el sueldo a pagar: 175 euros al mes. Más otros 2.200 euros que incluyen el viaje hasta Líbano y los gastos de la agencia por las gestiones.
"Para asegurarte de que es consciente de quién manda,déjale unos días sin comer, quítale el pasaporte y no le pagues el sueldo de ese mes", dice el hombre de repente. El diálogo continúa así:
- "He oído que algunas de ellas escapan".
- "Como hacen muchas de mis clientas, cierra la puerta de casa con llave cada vez que salgas. Si tienes algún otro problema tráemela que yo me encargo de todo".
La conversación podría haber tratado sobre un televisor o un equipo de música. Su funcionamiento, día y noche, sin descanso."Ni un día libre", insiste el encargado.
El negocio de la trata de personas
Natala y Saru tienen muchas cosas en común. La pobreza las empujó a viajar a Líbano a servir a familias que no son necesariamente pudientes o de clase alta. Natala tiene 14 años. Aún no ha desarrollado su cuerpo. Va a ser guapa, muy guapa. Su madre le engañó y le subió a un avión rumbo a Beirut. Le dijo que tenía que dejar la escuela e irse de vacaciones a visitar a su hermana. Una mujer la recogió en el aeropuerto. La casa a la que llegó se convertiría en su infierno. Se convirtió en la sirvienta de la familia y con su sueldo de 130 euros al mes mantenía a sus padres y hermanos en Bangladesh.
La joven ponía todos sus esfuerzos en complacer a su madame, aunque siempre en vano. Nunca olvidará aquella tarde en la que la señora se acercó, le sentó en el suelo bruscamente y cortó esa larga melena azabache que la había acompañado durante tantos años. "Me miraba con odio, jamás hice nada malo para que me despreciara así", recuerda la niña a Público.
"Para asegurarte de que es consciente de quién manda,déjale unos días sin comer, quítale el pasaporte y no le pagues el sueldo de ese mes", dice el hombre de repente. El diálogo continúa así:
- "He oído que algunas de ellas escapan".
- "Como hacen muchas de mis clientas, cierra la puerta de casa con llave cada vez que salgas. Si tienes algún otro problema tráemela que yo me encargo de todo".
La conversación podría haber tratado sobre un televisor o un equipo de música. Su funcionamiento, día y noche, sin descanso."Ni un día libre", insiste el encargado.
El negocio de la trata de personas
Natala y Saru tienen muchas cosas en común. La pobreza las empujó a viajar a Líbano a servir a familias que no son necesariamente pudientes o de clase alta. Natala tiene 14 años. Aún no ha desarrollado su cuerpo. Va a ser guapa, muy guapa. Su madre le engañó y le subió a un avión rumbo a Beirut. Le dijo que tenía que dejar la escuela e irse de vacaciones a visitar a su hermana. Una mujer la recogió en el aeropuerto. La casa a la que llegó se convertiría en su infierno. Se convirtió en la sirvienta de la familia y con su sueldo de 130 euros al mes mantenía a sus padres y hermanos en Bangladesh.
La joven ponía todos sus esfuerzos en complacer a su madame, aunque siempre en vano. Nunca olvidará aquella tarde en la que la señora se acercó, le sentó en el suelo bruscamente y cortó esa larga melena azabache que la había acompañado durante tantos años. "Me miraba con odio, jamás hice nada malo para que me despreciara así", recuerda la niña a Público.
Fue sometida a insultos y gritos todos los días por norma general. La joven sólo se podía permitir el lujo de llorar cuando ponía fin a sus interminables tareas y llegaba la hora de acostarse. Soñar despierta con el momento de marcharse y regresar a casaera lo único que la mantenía entera. Por suerte, la señora se cansó de ella a los dos meses y la devolvió a la agencia. El dueño de la empresa entró en cólera al ver que una de sus clientas había quedado insatisfecha con la mercancía. Para complacer a la mujer, golpeó Natala varias veces hasta que la tiró al suelo.
Saru quería pagar los estudios de sus dos hijos en Nepal, donde"los salarios no te dan ni para casi comer", dice esta joven de 30 años. En 2009 pisó por primera vez Beirut. En su primera casa, la dueña solía dirigirse a ella con la palabra sarmuta, que significa puta en árabe. La golpeó dos veces. A la tercera Saru se revolvió. El marido se apiadó de la joven y la dejó regresar a la agencia donde la asignaron una nueva familia.
Aunque trabajaba de ocho de la mañana a doce de la noche, esta vez la trataban con respeto. No paraba en todo el día, pero nadie se metía con ella, así que la situación era más o menos soportable. Se encontraba en el valle del Bekaa a unos 80 kilómetros de la capital.Una tarde el padre de familia, a escondidas de su mujer, intentó forzarla. No lo consiguió. Al día siguiente Saru revolvió la casa entera, encontró su pasaporte, salió corriendo y se montó en un autobús rumbo a su libertad. Regresó a Beirut, donde ahora trabaja para varias familias, pero sólo unas cuantas horas al día. Esto le permite "volver a su casa cuando termina y respirar".
Aisladas del mundo
"El apartheid empieza ya en el aeropuerto", declara Krystel, voluntaria en Migrant Forces Task Work (MWTF), ayudando a mujeres inmigrantes. Según esta joven libanesa, "la Policía lleva a las chicas a una habitación y las hace firmar un contrato que está en inglés y árabe. Ellas no lo entienden, por lo que no tienen ni idea de cuáles son sus derechos. Cuando viene la familia a buscarlas, el policía les entrega el pasaporte y ahí empieza el calvario. Una persona sin pasaporte no es nadie, y menos si eres negra".
Saru quería pagar los estudios de sus dos hijos en Nepal, donde"los salarios no te dan ni para casi comer", dice esta joven de 30 años. En 2009 pisó por primera vez Beirut. En su primera casa, la dueña solía dirigirse a ella con la palabra sarmuta, que significa puta en árabe. La golpeó dos veces. A la tercera Saru se revolvió. El marido se apiadó de la joven y la dejó regresar a la agencia donde la asignaron una nueva familia.
Aunque trabajaba de ocho de la mañana a doce de la noche, esta vez la trataban con respeto. No paraba en todo el día, pero nadie se metía con ella, así que la situación era más o menos soportable. Se encontraba en el valle del Bekaa a unos 80 kilómetros de la capital.Una tarde el padre de familia, a escondidas de su mujer, intentó forzarla. No lo consiguió. Al día siguiente Saru revolvió la casa entera, encontró su pasaporte, salió corriendo y se montó en un autobús rumbo a su libertad. Regresó a Beirut, donde ahora trabaja para varias familias, pero sólo unas cuantas horas al día. Esto le permite "volver a su casa cuando termina y respirar".
Aisladas del mundo
"El apartheid empieza ya en el aeropuerto", declara Krystel, voluntaria en Migrant Forces Task Work (MWTF), ayudando a mujeres inmigrantes. Según esta joven libanesa, "la Policía lleva a las chicas a una habitación y las hace firmar un contrato que está en inglés y árabe. Ellas no lo entienden, por lo que no tienen ni idea de cuáles son sus derechos. Cuando viene la familia a buscarlas, el policía les entrega el pasaporte y ahí empieza el calvario. Una persona sin pasaporte no es nadie, y menos si eres negra".
Krystel asegura que en ese contrato se establecen una serie de derechos como que las habitaciones en las que se instalen tengan al menos una ventana, que libren obligatoriamente un día a la semana o que habitualmente tengan contacto con sus familiares en sus países de origen. En muchos casos nada de esto se cumple. Algunas duermen en las cocinas o salones de la casa, no libran nunca y se encuentran completamente aisladas del mundo exterior.
La duración de contrato es de tres años generalmente. Cuando una de ellas escapa antes de ese periodo, se encuentra en situación ilegal. En la zona Mathhaf está la cárcel donde son recluidas. Pegada al Ministerio de Justicia. Desde allí son expatriadas, pero antes deben pagarse sus billetes de vuelta. "Tampoco pueden pedirles a sus familias que les manden el dinero porque no lo tienen, así que se quedan meses o incluso años encerradas como si fueran unas delincuentes”, incide Krystel.
Asesinatos convertidos en suicidios
El gran problema es que ser empleada del hogar no se considera un oficio en Líbano. Por lo que existe un vacío legal, que deja totalmente desprotegidas a las inmigrantes. De hecho, tampoco existe una ley específica que asegure los derechos de la mujer, por lo que la violencia sexista de los libaneses también queda impune en muchos casos.
La duración de contrato es de tres años generalmente. Cuando una de ellas escapa antes de ese periodo, se encuentra en situación ilegal. En la zona Mathhaf está la cárcel donde son recluidas. Pegada al Ministerio de Justicia. Desde allí son expatriadas, pero antes deben pagarse sus billetes de vuelta. "Tampoco pueden pedirles a sus familias que les manden el dinero porque no lo tienen, así que se quedan meses o incluso años encerradas como si fueran unas delincuentes”, incide Krystel.
Asesinatos convertidos en suicidios
El gran problema es que ser empleada del hogar no se considera un oficio en Líbano. Por lo que existe un vacío legal, que deja totalmente desprotegidas a las inmigrantes. De hecho, tampoco existe una ley específica que asegure los derechos de la mujer, por lo que la violencia sexista de los libaneses también queda impune en muchos casos.
Emelet Bekele Biru apareció muerta el 6 de noviembre de 2014 en la casa donde servía. Cuatro días después, Birkután Dubri cayó desde la cuarta planta de un edificio después de que, según testigos, mujer y empleada se enzarzaran en una terrible discusión. Según KAFA, una de las ONG más potentes que luchan por los derechos de las domestics workes, un estudio de 2008 reveló que al menos una empleada del hogar se suicida cada semana en el país. Un dato estremecedor que esconde una realidad aún más escalofriante. "A veces pierden la vida intentando escapar. Otras veces no son suicidios, son asesinatos, pero muy difíciles de demostrar. Casi ni se investigan y son automáticamente calificados y archivados como suicidios", dice Bernadette Daout, coordinadora de programas de la organización.
Son varios los objetivos de esta ONG. KAFA recibe denuncias de ciudadanos libaneses que son conscientes de la situación a la que está sometida alguna joven inmigrante a su alrededor. La ONG trata de recoger el mayor número de información posible sobre el caso. A partir de ahí informa a la Policía para que libere a las chicas y las entregue a la organización. "Tenemos una especie de refugio para estas mujeres, pero todas no caben. Un doctor las examina y esclarece a qué tipo de abuso han sido sometidas, porque ellas no quieren hablar. Tienen miedo. Además es muy difícil probarlo porque los golpes no siempre dejan marcas en la piel", denuncia Daout, que concluye: "Pocos libaneses han rendido cuentas ante la justicia por casos como estos".
Son varios los objetivos de esta ONG. KAFA recibe denuncias de ciudadanos libaneses que son conscientes de la situación a la que está sometida alguna joven inmigrante a su alrededor. La ONG trata de recoger el mayor número de información posible sobre el caso. A partir de ahí informa a la Policía para que libere a las chicas y las entregue a la organización. "Tenemos una especie de refugio para estas mujeres, pero todas no caben. Un doctor las examina y esclarece a qué tipo de abuso han sido sometidas, porque ellas no quieren hablar. Tienen miedo. Además es muy difícil probarlo porque los golpes no siempre dejan marcas en la piel", denuncia Daout, que concluye: "Pocos libaneses han rendido cuentas ante la justicia por casos como estos".
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