Todas las directrices económicas dictadas por los grandes poderes financieros a los gobiernos, ya sean estos nacionales o supranacionales, como la UE, han tenido un doble objetivo bastante claro: preservar el lucro del capital a costa de debilitar el poder del trabajo.
Y el trabajo es el único motor que, como venimos insistiendo en esta revista, es capaz de generar riqueza real. Así ha quedado confirmado en todos y cada uno de los informes socioeconómicos mundiales o de España que han sido publicitados en el último cuatrimestre de este año.
“Este sistema asesino mata hambrientos en lugar de matar el hambre y está en guerra contra los pobres, pero no contra la pobreza” sentenciaba E. Galeano. La mitad de la renta mundial está en manos del 1% de la población más enriquecida del planeta. Siete de cada 10 personas en el mundo han visto cómo sus rentas, procedentes del trabajo, han ido progresivamente disminuyendo en los últimos 30 años. Los pobres, cada vez más empobrecidos. Y los ricos, cada vez más enriquecidos. La desigualdad ha crecido, es decir, el expolio al empobrecido. Lo que resulta paradójico es que éste empobrecimiento no procede de no trabajar, de no contribuir a la creación de riqueza real, sino que se ha producido “trabajando”, y hasta con trabajo asalariado. La explicación parece clara: en la actualidad hay más explotación y más precariedad que hace 15 años, es decir, más esclavitud. Esclavitud, si. Porque cuanto mayor es la carencia de aquello que nos resulta necesario para una vida digna, y es a esto a lo que llamamos Hambre con mayúsculas, mayor es la falta de libertad. Y de esto no dice ni una palabra el engañoso informe sobre el estado de los Objetivos del Milenio de la ONU.
Y Europa y España no son ajenos a este proceso. Sabemos que el 12% de los asalariados en España ya está por debajo de lo que técnicamente se llama el umbral de la pobreza. El 34% de los trabajadores españoles gana menos de 634 euros mensuales. A esto se suma que cada español tiene una deuda ya 21.400 euros por los préstamos que han asumido las administraciones. Se deteriora el empleo, la vivienda y la salud. La fractura social se ensancha.
La cultura corrupta que se quiere imponer bajo el signo del relativismo más absoluto, y que ha convertido a las personas en “mercancías”, sigue su curso. Y no tendrá remedio sólo con “indignación” o lavados de cara. Requerirá fortalecer una nueva cultura de la solidaridad. O el problema no tendrá remedio.
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