27 de septiembre a las 23:19
Cuando le quitaron el sonotone en la UCI del Hospital Doctor Negrín, un silencio atroz se apoderó de su pequeño y débil cuerpo, de su alma atormentada, tras noventa años de sufrimiento en el instante final de la muerte. Le llegó la imagen de su hermano asesinado, la cama ensangrentada, el olor a ron, a tabaco negro de los fascistas, las risas de los falangistas y guardias civiles mientras violaban a su madre.
Fue aquella madrugada de agosto del 36 cuando aquellos hombres golpearon la puerta de su casa, su padre llevaba días escondido en algún lugar de la isla de Gran Canaria, su madre abrió y se escuchó el estruendo, tiraban los muebles, registraban cada rincón, el humilde ropero con la ropa de sus hermanos, el instante del culatazo en la cabeza de Samuel, cuando el muchacho de 16 años les hizo frente, la sangre inundando el suelo, las paredes, el viejo camastro donde dormía junto a Roberto y Esteban, sus hermanos menores.
Ñito nunca entendió lo que sucedió esa noche, sus 7 años no le alcanzaron para adivinar ese nivel de odio, los insultos, las burlas de los dos señoritos del tomate y el empresario tabaquero, cuando vieron a su madre en camisón, su hermano muerto en el suelo, el momento en que la maniataron en la cocina para que los más de 20 fascistas de la “Brigada del amanecer” disfrutaran de su cuerpo, la violación de la venganza por estar casada con un miembro del Frente Popular.
A partir de esa noche no volvió a ver a su madre, se la llevaron en uno de los camiones de Falange, su padre fue capturado y arrojado sin juicio a la Sima de Jinámar, su hermana Marisa se encargó de la casa varias semanas, hasta que vinieron los requetés para recluir a los más pequeños en un orfanato, la “Casa del Niño”, donde se vendían los hijos de los asesinados al mejor postor, un negocio redondo de tráfico de personas que continuó hasta después de la dictadura franquista, donde curas y monjas de la Iglesia Católica organizaron el “negocio”, separando para siempre a los hermanos y hermanas, para perderse para perderse entre familias desconocidas, costumbres nuevas, la climatología insólita de cualquier lugar de la geografía española.
Desde su ingreso en el hospital Ñito asistió a su final como quien ve una película en blanco y negro, casi no tuvo tiempo de mirar al pasado, a una vida tan larga y penosa, marcada por aquella noche terrible de verano en el Paseo de San José, el barrio obrero de Las Palmas de Gran Canaria, la casita del amor donde eran tan felices, recibiendo el cariño de sus padres, la placidez que daba la esperanza de un mundo mejor, el amor que brotaba en aquel hogar empobrecido pero digno, honrada, repleto de cariño, que en un instante desapareció para siempre, como quien destruye un castillo de arena, una bota negra, con navajas en la punta, el odio que se llevó por delante las vidas de más de 5.000 personas en Canarias en pocos meses, sin víctimas por parte del bando fascista, un genocidio en toda regla, orquestado por la oligarquía, la Iglesia Católica, las fuerzas sediciosas del ejercito, organizaciones paramilitares como Falange Española.
El viejo pescador de San Cristóbal partió aquella tarde de abril de 2005, solo, triste, embriagado de recuerdos. Nadie dijo nada de su historia, su vida quedó archivada premeditadamente, su humillada conciencia, el sufrimiento de un hombre bueno que perdió todo, un dolor jamás reparado, jamás comprendido, un sentimiento de tristeza que le hizo muchas veces agachar la cabeza y callar ante los abusos de los herederos de los asesinos, presentes en el momento de su muerte en todas las instancias del estado: judicatura, gobierno, ayuntamientos, cabildos, los mismos apellidos de los criminales de lesa humanidad que destruyeron su vida, integrantes de la llamada “sociedad canaria”, protegidos por los medios de comunicación, por un estado español inhumano, que jamás ha sabido pedir perdón, juzgar los miles de crímenes fascistas, compensar la destrucción de la esperanza y la dignidad, los ojos de Ñito cerrados, entubado, respirando con dificultad, soñando sensaciones inolvidables de su infancia, la infinita felicidad de los momentos del amor.
Imagen: "Fiesta" infantil en el interior de la cárcel de San Antón (Madrid).
Ñito nunca entendió lo que sucedió esa noche, sus 7 años no le alcanzaron para adivinar ese nivel de odio, los insultos, las burlas de los dos señoritos del tomate y el empresario tabaquero, cuando vieron a su madre en camisón, su hermano muerto en el suelo, el momento en que la maniataron en la cocina para que los más de 20 fascistas de la “Brigada del amanecer” disfrutaran de su cuerpo, la violación de la venganza por estar casada con un miembro del Frente Popular.
A partir de esa noche no volvió a ver a su madre, se la llevaron en uno de los camiones de Falange, su padre fue capturado y arrojado sin juicio a la Sima de Jinámar, su hermana Marisa se encargó de la casa varias semanas, hasta que vinieron los requetés para recluir a los más pequeños en un orfanato, la “Casa del Niño”, donde se vendían los hijos de los asesinados al mejor postor, un negocio redondo de tráfico de personas que continuó hasta después de la dictadura franquista, donde curas y monjas de la Iglesia Católica organizaron el “negocio”, separando para siempre a los hermanos y hermanas, para perderse para perderse entre familias desconocidas, costumbres nuevas, la climatología insólita de cualquier lugar de la geografía española.
Desde su ingreso en el hospital Ñito asistió a su final como quien ve una película en blanco y negro, casi no tuvo tiempo de mirar al pasado, a una vida tan larga y penosa, marcada por aquella noche terrible de verano en el Paseo de San José, el barrio obrero de Las Palmas de Gran Canaria, la casita del amor donde eran tan felices, recibiendo el cariño de sus padres, la placidez que daba la esperanza de un mundo mejor, el amor que brotaba en aquel hogar empobrecido pero digno, honrada, repleto de cariño, que en un instante desapareció para siempre, como quien destruye un castillo de arena, una bota negra, con navajas en la punta, el odio que se llevó por delante las vidas de más de 5.000 personas en Canarias en pocos meses, sin víctimas por parte del bando fascista, un genocidio en toda regla, orquestado por la oligarquía, la Iglesia Católica, las fuerzas sediciosas del ejercito, organizaciones paramilitares como Falange Española.
El viejo pescador de San Cristóbal partió aquella tarde de abril de 2005, solo, triste, embriagado de recuerdos. Nadie dijo nada de su historia, su vida quedó archivada premeditadamente, su humillada conciencia, el sufrimiento de un hombre bueno que perdió todo, un dolor jamás reparado, jamás comprendido, un sentimiento de tristeza que le hizo muchas veces agachar la cabeza y callar ante los abusos de los herederos de los asesinos, presentes en el momento de su muerte en todas las instancias del estado: judicatura, gobierno, ayuntamientos, cabildos, los mismos apellidos de los criminales de lesa humanidad que destruyeron su vida, integrantes de la llamada “sociedad canaria”, protegidos por los medios de comunicación, por un estado español inhumano, que jamás ha sabido pedir perdón, juzgar los miles de crímenes fascistas, compensar la destrucción de la esperanza y la dignidad, los ojos de Ñito cerrados, entubado, respirando con dificultad, soñando sensaciones inolvidables de su infancia, la infinita felicidad de los momentos del amor.
Imagen: "Fiesta" infantil en el interior de la cárcel de San Antón (Madrid).
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