COMEDOR SOCIAL EN EL POZO (MADRID)
Ramón*, el pequeño (4 años), termina el melón, se sube de pie en la silla y suelta: "Estoy lleno". A su lado, acaban sus platos su hermana María (8) y Raúl (6). Lo de acabar es un decir, porque Raúl se ha dejado media empanada que esconde bajo el plato del vecino. Bendita desmemoria la de los niños, bendita desmemoria la de Raúl, que no recuerda aquellos meses en los que, como relata su madre, Pilar -hoy enferma del tiroides y anemia-, no podía dejarse nada en el plato porque nada había. "Cuando estaba con mi marido nos cortaron la luz. Y no teníamos para darles".
Pilar se echa a llorar, y se oculta de su hija María, que pregunta con una sonrisa el nombre de la extraña que habla con su madre y después, seria, pregunta también que por qué llora ella. Los cuatro están en un comedor social de Madrid de la ONG Olvidados y la Fundación Argos, donde se da una comida a unas 180 personas en dos turnos cada día, entre ellos, unos 20 niños, y se reparten cada jueves 180 bolsas de comida para que se lleven a casa y tengan qué darles durante la semana. Hasta hace poco, los niños eran unos 90 y ocupaban un turno entero, pero gracias a las becas de comedor de Olvidados (296 en Madrid, donde atienden a 1.800 familias) muchos de ellos pueden comer en el colegio. Por ahora, porque muchos cerrarán sus puertas en verano: la pasada semana el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, rechazaba la propuesta de que el Gobierno regional actuase para que se abrieran los centros escolares (y sus comedores) en verano -la competencia, señaló, es de los ayuntamientos-, algo que ha pedido la Defensora del Pueblo. Esta semana, sin embargo, se ha comunicado a los responsables de al menos un colegio del sur de la capital que su comedor permanecerá abierto.
"Gracias a dios, no hay ningún problema de desnutrición en Madrid", decía González. "En esta comunidad lo que hay es hambre", le responde Esperanza, alma de este comedor, nacida en Jaén hace 77 años: "Cuando llegan, los niños tienen telarañas en el estómago porque no comen. Y así cómo van a rendir. Sin desayunar y llevando la ropa que tú les das. Este es un barrio humilde y trabajador, pero lo que no tenemos ahora es trabajo". El comedor está en el Pozo del Tío Raimundo, donde se crió, en una chabola, Esperanza, que hoy dice que este centro le recuerda a su infancia: "Al comedor social al que iba en mi pueblo", dice.
Telarañas no tienen hoy, por suerte -o más bien por Esperanza y el resto de voluntarios-, Ramón, María y Raúl. Pero su madre, Pilar, lleva aún a cuestas un dolor "muy feo": "A veces me decían: 'Mamá, tengo hambre'. 'Mamá, tengo hambre'." Pilar no sabe cómo se engaña al hambre. Si se le pregunta cómo se hace, alza los hombros y responde que ella se ponía a llorar, sin más.
Pasaron tres meses de hambre para desayunar y hambre para cenar muchos días en la casa sin luz de Pilar. Hoy, los pequeños desayunan leche, tostadas y, cuando hay fruta (no a menudo), zumo. Al salir del colegio, caminan una hora hasta llegar a este centro (hoy, menestra y la empanada que Raúl ha dejado a medio comer en el plato) y, tras caminar otra hora de vuelta y atender a sus actividades de la tarde, cenan puré y, "a veces", un filete de pollo. Para el pescado no da. Tampoco para el transporte: por eso vienen caminando. "¿Y en agosto cierran?", pregunta preocupada Pilar. Y sí, en agosto cierran el comedor, así que Pilar tendrá que tirar de su exigua Renta Mínima de Inserción (RMI) de 532 euros (260 se va en la habitación que ocupan los cuatro) para que puedan hacer también una comida al mediodía. Sin pescado. Y sin más carne que la de pollo, "a veces".
En el comedor se oye hablar mucho de la RMI. De quién la tiene y quién, increíblemente, no. De amenazas de desahucio. De paro. De niños que no tienen becas de comedor, aun cuando tienen que acudir a este lugar a que los alimenten. De otros que tendrían derecho a beca, pero carecen de plaza en un colegio con comedor. Se oyen también las risas y los balones con los que juegan fuera los niños. Los llantos se ocultan y se acallan rápido, pero ahí está el de Pilar, ahí está -incontenible- el de la voluntaria que ha venido por vez primera a echar una mano, ahí está también el de Lucía, que ha venido con dos de sus tres hijos, los gemelos Javier y Jose (6 años).
La dieta de los gemelos se compone de leche y galletas a la mañana, una comida que se reduce al primer plato de lo que les dan en este comedor y una cena que es, en realidad, el segundo plato que debieran haber comido aquí. Es decir, hoy han comido menestra y cenan empanada. La leche de la mañana es en polvo, y cuando la estúpida ignorancia hace preguntar si es que así es más barata la respuesta hiere como las lágrimas de Lucía: es en polvo porque así se dona.
En agosto "Dios proveerá", dice Lucía. Ese mes, los gemelos se quedarán al cargo de su hermana -Susana, 14 años- y la abuela "los irá a mirar", porque a Lucía le ha salido una suplencia, en Benidorm, de camarera. "Les he privado de muchas cosas, y qué le voy a hacer", dice ella. Desde Olvidados, una mujer en constante actividad de nombre Olga San Martín dicta sus reclamaciones con urgencia: "Que se abran los colegios en verano. Que se organicen empresas que lleven comida. Y que se utilice la excusa de un taller, aunque sea de dos horas, para que los niños puedan comer y llevarse una tarrina a casa".
Las chiquillas de Carmen (9 y 6 años) tampoco están con su madre. Viven en casa de sus suegros, porque ella no tiene para mantenerlas. Desde hace tres años no entra dinero en su casa, más bien la de la abuela, de la que, por cierto, pende la amenaza del desalojo. En verano pasarán, sí, unos días con ellas (y con el abuelo, enfermo en casa), al menos mientras siga abierto este comedor en El Pozo. Luego, en agosto, tendrán que volver con sus suegros, porque no hay de dónde sacar: "Es lástima ver a unos niños que no puedan comer", dice Carmen con sencillez. Y otra Carmen, esta voluntaria del comedor, cuenta: "Es una vergüenza. Aquí vienen ocho familias con sus hijos. No tienen becas. Pero aunque ahora viene más gente, ninguno se queda sin comida: los niños están antes, luego los mayores. Un adulto puede comer un pedazo de pan. Un niño, no".
"Nos quedan dos euros para vivir", explica el padre de Sonia (10 años), Manuela (7) y Lorenzo (3), mientras ellos juegan en la puerta. La cuenta es rápida: 530 de los 532 euros de RMI se van en la hipoteca. Quedan dos... O casi, porque la madre se saca unos 200 más de algunas horas de trabajo en domicilios. Eso da para que los hijos tomen un vaso de leche y pan para desayunar. La comida, de este centro, que se llevan a casa porque no les gusta comerla dentro. La merienda, un trozo de pizza que les han dado. Y la cena, espagueti. "A veces compro pollo", dice él. "Antes nos preocupábamos por la comida. Ahora estamos ya hechos", narra, al tiempo que explica que ha echado los impresos para que los niños vayan a campamentos de verano de Cáritas, y si no salen, pues "habrá que apañarse".
Inma del Prado, también de Olvidados, cuenta: "Hay casas en las que hemos encontrado niños dormidos. Y hemos dicho: 'Qué buenos'. Pero no. Fuimos a visitarlos con un pediatra y lo que había era hambre. Y desde Las Cortes eso no se ve". Algunos centros se han dirigido a esta pequeña ONG -compuesta sólo de voluntarios y que, recalcan, sólo gasta en lo necesario: ni tarjetas tienen- para pedir ayuda. El responsable de la secretaría de uno de estos colegios describe la situación: "Les llamamos por una chica (18 años) con dos niños. No había forma de que alguien le pagara el comedor. Fuimos supliendo lo que podíamos...".
Desde este colegio están intentando buscarle trabajo, mientras han seguido supliendo otros muchos casos, "haciendo cábalas": han dado meriendas y desayunos a niños gracias a la aportación de la empresa que les suministra la comida, dejan ducharse a familias enteras en el colegio, los profesores han pagado comidas de su bolsillo. "Queremos que se nos reconozca también la labor pedagógica", explica este responsable del centro, pero es difícil cuando su labor social es tan importante como para paliar el hecho de que a él acudan "niños sin desayunar. Y sin cenar, muchos. Hay niños que pasan hambre. Y eso en el siglo XXI es flagrante".
Por ahora, la respuesta a la petición de la Defensora del Pueblo ha sido desigual. Andalucía, Aragón y Canarias han dicho que abrirán centros. En Madrid, a la espera de que se confirme oficialmente la intención de abrir algunos centros, la respuesta es negativa. En Rioja y Galicia han respondido también que no, con polémica: generaría "excesiva visibilidad", han dicho en Galicia, y "discriminación". "Es una polémica estéril", dice Alberto Casado, coordinador de campañas de Ayuda en Acción, una ONG que proporciona becas de comedor y campamentos urbanos para este verano. "Mayor discriminación es no comer. Y hay alternativas para proteger ambos derechos de los niños, por ejemplo, dando becas para los campamentos de verano. No se trata de poner un anuncio en la puerta de los centros", señala, al tiempo que recalca algo que es de sentido común: "Pasa lo de siempre. Se piensa en el verano cuando ya está encima, cuando la administración debería haber pensado esto en marzo. No podemos tirarnos ahora de los pelos".
Cita Casado la "dieta del Avecrem", esto es, la pasta con una pastilla de Avecrem, que un padre solía darle a su hijo. Eso en un país en el que, como recalca Ayuda en Acción -que recuerda con una campaña que el 'monstruo' del hambre no se va de vacaciones-, un 26,7% de los menores de 16 años están amenazados por el hambre y más de dos millones y medio viven bajo el umbral de la pobreza. "Estoy segura, y así lo espero, de que todos los niños puedan recibir una comida suficiente en verano", ha dicho la Defensora del Pueblo, Soledad Becerril. Sin embargo, no ha llegado aún el verano y ya hay niños, en Madrid, que hoy han comido un solo plato de menestra y que cenarán el segundo que debería haber completado su comida, una empanada.
(*Los nombres de este reportaje son ficticios.)
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