Mientras las muertes por la violencia relacionada con el combate al narcotráfico copan los titulares de los periódicos, se invisibilizan otro tipo de víctimas, los heridos y mutilados
Se cuentan por miles, sin embargo se ven aún más abandonados por el Estado y es la familia quien carga con el peso de la recuperación
Mientras entrevistamos a varios de ellos, el gobierno de Calderón vetó una nueva ley de víctimas pactada entre la sociedad civil y el poder legislativo que insuflaba nuevas esperanzas
Echa de menos calzarse sus patines y deslizarse por las calles de Ciudad Juárez. Ahora maneja dos ruedas, pero son las de la silla en las que se se transporta. Con solo 25 años, una bala perdida le paralizó las piernas a finales de mayo de 2010. Javier -quien prefiere ocultar su nombre real- reparaba una instalación eléctrica en un garaje de esta urbe fronteriza, cuando vio un tiroteo en la calle. Se agachó a recoger sus herramientas para esconderse y un proyectil le penetró la columna, justo en la séptima vértebra. Perdió el equilibrio al momento. Su jefe lo llevó a la Cruz Roja y de ahí lo trasladaron en ambulancia al Hospital General. Al quinto día le operaron para sacarle el plomo. En ese momento supo que había perdido las piernas. Al trauma físico y psicológico de Javier y de su familia se sumaron los gastos médicos. No estaba asegurado y sus padres tuvieron que asumir todos los costos de la operación y los quince días de internamiento. Pero apenas empezaba el calvario. Javier tuvo que aceptar sus nuevas limitaciones, su dependencia. Pedir ayuda para ir al baño, para ducharse, para acostarse, para subirse a un carro. Su hermano dejó los estudios para ayudarle, porque su madre no podía cargarlo sola. Tuvieron que reacomodarse a vivir solo con el salario del padre. Y así siguen.
Javier es solo uno de los miles de lesionados que hay en el país a causa de la violencia ligada a la delincuencia organizada. No hay cifras oficiales, solo en algunas instituciones puntuales, como el Hospital Universitario José Eleuterio González, en Monterrey registran los pacientes que llegan heridos por agresiones físicas. Allí, de acuerdo con el subdirector de Asistencia, Edelmiro Pérez, la escalada de violencia del año 2010 en el estado de Nuevo León, multiplicó siete veces el número de heridos por impactos de bala atendidos. Así, mientras en los años anteriores asistían unos 50 heridos de media, solo en 2010 atendieron a 380 personas con impactos de bala. Este hospital cuenta con 500 camas de internamiento, que representan cerca del 50% de atención brindada a la población en Nuevo León, uno de los estados más violentos.
Arturo Arango, consultor independiente en temas de seguridad, hizo un seguimiento hemerográfico de los periódicos y descubrió que en cada enfrentamiento entre los criminales y las fuerzas de seguridad que se reportean hay una media de tres heridos por cada persona asesinada. Si hoy se computan al menos 60.000 muertos estaríamos hablando de 180.000 heridos o mutilados por el combate al narcotráfico. “El hecho de que no haya cifras demuestra que no se está entendiendo el fenómeno de la violencia de manera integral. No importa solo cuantos muertos hubo sino cuál es la carga social de tantas víctimas primarias y secundarias”, subraya Arango.
La responsabilidad del Estado y la nueva Ley de Víctimas
Según el código penal mexicano cualquier delito de lesión debería juzgarse por oficio, independientemente de que la víctima interpusiera una demanda o no. Si no se encuentra al responsable o éste no tiene recursos, es el Estado el que debería proporcionales asistencia médica e incluso asegurarles una reparación del daño. Sin embargo, en un país con una tasa de impunidad del 98% esto no se cumple. La víctima queda a expensas de los escasos servicios de salud pública y de su familia, quien debe asumir la mayor parte de la carga asistencial y económica de mantener una persona lesionada que no siempre puede reintegrarse a la vida laboral. La familia de Javier lo sabe bien. Levantó una demanda ante la Fiscalía Estatal de Chihuahua pero pronto cerraron el caso por falta de pruebas.
La lucha contra la delincuencia organizada ha elevado el número de daños y violaciones a los Derechos Humanos sin que exista a la par una respuesta eficiente del Estado. El movimiento por la paz con justicia y dignidad lleva más de un año dando la batalla. Finalmente, este 30 de abril consiguieron que el Senado diera luz verde a una nueva ley de victimas que recoge algunas de las demandas de las decenas de miles de familias afectadas. Sin embargo casi tres meses después, la ley sigue bloqueada por el Ejecutivo. Para Silvano Cantú, abogado de la comisión Mexicana de Defensa y promoción de los derechos humanos, que ha participado activamente en la redacción de la ley “es un reconocimiento del Estado de una situación gravísima de una violencia sin precedentes, que amerita un trato cuidadoso y muy serio que no se le está dando”. El Ministerio de Interior está obligado a hacer efectiva la ley y establecer una comisión política y ciudadana que vele por su aplicación. Sin embargo, el gabinete presidencial está poniendo trabas legales para demorar el proceso. La ley contempla tres ejes: Justicia, Verdad y Reparación. Con ellos, el Estado se compromete a resarcir a las víctimas y sus familiares. De llegar a aplicarse, en el caso de los lesionados, como Javier, tendrán derecho a atención médica de urgencia y de rehabilitación, atención psicológica y acompañamiento incluso ante un juicio, además de una indemnización económica acorde al daño -a no ser que se hallase al culpable y éste pudiese asumir el costo-. Porque como Javier, muchos profesionales trabajan sin seguro social ni fondos de pensiones de los que puedan echar mano para sanar sus lesiones. Y aún cuando tienen derecho a la sanidad pública, la rehabilitación corre muchas veces por cuenta propia.
Mientras llegan estas políticas de Estado, son las ONG las que han empezado a apoyar a las víctimas. Y aún así, en el caso de las lesiones físicas y los mutilados, apenas empiezan a actuar. La fundación integra trabaja desde hace 17 años con personas discapacitadas y sus familias en Ciudad Juárez, a través de la coordinación en red de 12 organizaciones que enfrentan diferentes limitaciones físicas y psíquicas desde el acompañamiento emocional hasta la rehabilitación motriz a través de terapias innovadoras como la equinoterapia o la hidroterapia. Desde hace dos años y medio, cuentan con apoyos del programa de Cultura de Paz para Ciudad Juárez, financiado por el instituto de desarrollo social, para atender también a discapacitados por la violencia. Aunque el Estado interceda aquí a través del financiamiento, este programa solo atiende a 63 personas. ‘Javier’ es una de ellas. Conocía a Integra porque había ido varias veces a instalarles aires acondicionados y calderas. Pidió información y le hicieron un estudio socioeconómico a partir del cual pudiese pagar una cuota simbólica. Su familia debía implicarse en el proceso también. Ahora lleva más de un año en rehabilitación y la mejora ha sido evidente.
Está recuperando movilidad y desde hace ocho meses puede ir al baño solo, y meterse en la ducha. Antes, sus padres le aplicaban algunos ejercicios en casa que le había enseñado una vecina cuyo hijo había pasado por lo mismo. No podían pagarse rehabilitaciones privadas. Ahora además, el hecho de encontrarse con otras personas que también padecen severas lesiones a causa de la violencia, y los progresos de recuperación física le ha insuflado nuevas ilusiones. Aunque nunca podrá volver a patinar, el médico le asegura que si trabaja duro, a largo plazo sí podrá volver a caminar.
El Segundo Visitador General de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Marath Paredes Montiel, recuerda que “es una obligación del Estado mexicano garantizar el derecho a la seguridad pública (…) porque hay casos que si bien las bajas no provienen de las fuerzas armadas, la situación de riesgo que se creó por su actuación motiva una responsabilidad institucional”.
Cuando los agresores son los cuerpos de seguridad
Esta responsabilidad se vuelve directa y objetiva cuando los responsables de las lesiones son los mismos cuerpos de seguridad del Estado. Sin embargo, aún así, en la espiral de violencia que vive el país, donde hay decenas de miles de soldados en la calle, no es habitual que se reconozca. Según el informe sobre desaparición forzada de la ONU del pasado marzo, el ejército llega a los operativos y tira a matar, pues en las operaciones del Estado siempre hay el doble de muertos que de heridos. Gloria Edith López es un ejemplo. Hace más de dos años que el Ejército le perforó el omóplato y el pie derecho. También asesinó a su esposo, Ramón y su hijo, Gerardo Josué.
Todo pasó el atardecer del sábado 6 de julio de 2009. Gloria y su marido, Ramón, cerraron la tienda y consulta de medicina homeópata que regentaban en la turística ciudad de Acapulco y agarraron su camioneta para ir a la playa de Caleta. Gloria iba al volante, Ramón a su lado, y su hijo Gerardo Josué, de 26 años, y su perrita, en el asiento de atrás, como cada sábado. La doctora enfiló rumbo a Rancho Grande, cuando una patrulla estatal se le acercó. El policía le hizo señas con la mano, pero se alejó antes de que Gloria pudiese entenderlas. “No nos dijo que algo pasaba. No nos cerró el paso. No hizo sonar su sirena o nos echó las luces. Nada. Y a mi se me hizo fácil avanzar”, relata. De repente se encontraron en medio de una balacera. Se aferró el volante y aceleró, hasta que chocó contra un muro. Una bala le había perforado el omóplato. Salió de la camioneta y se dio cuenta que estaba rodeada de militares. “¡Somos civiles!”, gritó, mientras intentaba incorporarse entre las esquirlas. Otro balazo se le incrustó en el pie derecho. Una bala más, pasó junto a su mejilla. Otro soldado mató a su perrita. Gloria intentó ayudar a su hijo pero ya estaba muerto, agujereado por todos los costados. Su marido se ahogó con su propia sangre. Otro militar se le acercó y le apuntó con su pistola. Gloria apartó su arma con la serenidad de quien ya no tiene nada más que perder y le habló de Dios. No le disparó, pero la obligó a quedarse bocabajo sobre la acera, más de cuatro horas. Estaba tan impresionada por la muerte de su hijo y de su esposo que no sentía dolor. Finalmente, se la llevaron en una ambulancia militar que, para deshacerse de responsabilidades, la trasladó a otra ambulancia civil, y de ahí a la sanidad pública, a la que Gloria estaba inscrita como dependiente de su marido. En cuanto le quitaron las balas salió del hospital, pero se descubrió sola, sin familia, destrozada anímicamente, con la camioneta confiscada -que aún estaba pagando a plazos-, sin un centavo y coja. Durante tres meses no pudo caminar. Pero como Gloria trabajaba por cuenta propia no tenía derecho a baja por incapacidad. Solicitó dinero al Ayuntamiento, pero no le hicieron caso. Pidió un préstamo, y una amiga remató todos los productos de su tienda de salud y con eso alcanzó a sobrevivir. Descubrió que el Ejército metió a su marido y a su hijo en la lista de 16 presuntos sicarios abatidos en una casa de seguridad de la zona.
Interpuso un proceso contra el Ejército, pero no hay avances en la investigación. Tampoco ningún tipo de resarcimiento. Recuperar su camioneta le costó un juicio y dos años de espera. Interpuso otra demanda para conseguir la pensión de su marido, que le permitió pagar las deudas. Pero sigue pendiente de que se limpie su nombre. “Me dejaron sin nada, me robaron la identidad”, espeta. “Es una constante que las autoridades tiendan a darle carpetazo a sus propias investigaciones”, subraya Cantú. De llegar a aplicarse, la nueva ley obligaría al Estado a proseguirlas e incluso dar una disculpa pública o el resarcimiento moral del daño que se acuerde entre la víctima y la justicia.
Pero a Gloria le cuesta creerlo. A ella no le importa si meten a los militares responsables a la cárcel. Lo que exige es la reparación del daño, principalmente económica, porque el dolor, “no se te quita nunca”. “El dinero es necesario, al menos los primeros meses, para que tengas tiempo de descansar, sanarte física y psicológicamente. Te hace falta para concentrarte en tu curación. Y para permitirte volver a empezar donde estés o si necesitas salir de tu ciudad por el miedo. Pero debe ser una compensación digna, nada de un salario mínimo”. La nueva ley estipula esta indemnización e incluso una petición pública de disculpas por parte del Estado para casos como el de la familia de Gloria. Pero mientras no se aplique, como Gloria, miles de personas deben luchar día a día por retomar sus vidas, rotas por la metralla. Ella, tres años después, sigue sin ningún tipo de respuesta judicial por sus heridas, ni por el asesinato de su hijo y su esposo.
Los periodistas, otras víctimas particulares
La información es una de las primeras bajas en cualquier conflicto, y con ella, los periodistas que se resisten a callarse. Desde el 2000 se cuentan en México más de un centenar de periodistas asesinados por hacer su trabajo. Siete en los últimos dos meses. Aunque nadie los cuenta, también se han multiplicado las lesiones a reporteros gráficos en los últimos años. A su vulnerabilidad se suma la precariedad y desregulación laboral que padece el periodismo actual. Ni siquiera el Mecanismo de Seguridad para periodistas y defensores, ni los protocolos que manejan las organizaciones de reporteros, contemplan quién debe asumir la responsabilidad en caso de sufrir lesiones. En el caso de Carlos Sánchez, solo él y su familia.
Era su primer trabajo de fotoperiodista cuando fue víctima de un atentado. Llevaba tres semanas en El Diario, el principal rotativo de Ciudad Juárez, como fotógrafo en prácticas. El 16 de septiembre del 2010 le enviaron, junto a su compañero Luis Carlos Santiago a hacer fotos a un centro comercial. Estaban parados en el estacionamiento cuando otro vehículo les empezó a disparar. Al menos 12 plomazos. A Santiago, que iba al volante, le tocaron la mayoría de las balas. A Sánchez, tres. Una le rozó en la cabeza, otra en el brazo y otra en el abdomen. Ésta última le perforó el pulmón. “Sentía mi cabeza caliente, la humedad en todo mi cuerpo, hasta que empecé a ver borroso y me dolía la cabeza, pensé que iba a morir allí mismo”, alcanza a contar ahora.
Su compañero sí murió, y en sus narices. Su recuerdo aún le araña la piel. A los cinco días salió caminando del Hospital pero le entró el pánico. Santiago era el segundo reportero de El Diario asesinado en un año. Él hubiese podido ser el tercero. Quería huir, irse a El Paso. Pero no tiene visa, ni siquiera tiene contrato. De hecho, su padre tramitó el Seguro Popular -una cobertura sanitaria básica para la gente que no cotiza- para que lo pudieran atender, porque su acuerdo formativo con el periódico no incluía ninguna cobertura médica ni laboral.Sin embargo, Sánchez regresó al periódico, donde se reincorporó cinco meses después cuando los impactos de bala ya solo eran marcas. Pero aún así, siguió como becario. Ni siquiera el atentado le valió un contrato. Ahora es lo que pide. También propone que en casos como el suyo, de periodistas de la frontera sobrevivientes a un intento de asesinato, se les permita una visa de entrada a los EEUU, “por si la cosa de pone fea”.
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